Reencuentro
Fred Uhlman
Tusquets editores
Contraportada
Dos jóvenes de dieciséis años
son compañeros de clase en la misma selecta escuela de enseñanza media.
Hans es judío y Konradin, un
rico aristócrata miembro de una de las más antiguas familias de Europa.
Entre los dos surge una
intensa amistad y se vuelven inseparables. Un año después, todo habrá terminado
entre ellos. Estamos en la Alemania de 1933, y, tras el ascenso de Hitler al
poder, Konradin entra a formar parte de la fuerzas armadas nazis mientras Hans
parte hacia el exilio.
Tan sólo muchos años después,
instalado ya en Estados Unidos, donde intenta olvidar el siniestro episodio que
los separó amargamente, y en principio para siempre, «reencuentra» Hans, en
cierto modo, al amigo perdido.
Esta pequeña obra maestra
resurge hoy con la misma capacidad de conmover que cuando se publicó por
primera vez en 1960. Su repentino e inesperado enorme éxito le ha merecido ser
finalmente traducido y leído en el mundo entero.
Mis impresiones
Lo único que no me ha gustado
de esta narración es su título. Luego explicaré el por qué.
Digo narración porque está a
caballo entre la novela y el cuento. Para una novela es demasiado corta y
escueta y para un cuento excesivamente largo y desarrollado.
Fred Uhlman murió en 1985 en
Londres. Como el protagonista de su obra, estudió en el famoso Eberhard-Ludwig
Gymnasium, la institución de enseñanza media más antigua y prestigiosa de
Württemberg y, como él, tuvo que escapar de Alemania en 1933 primero a París y
después a España y Londres en donde se afincó.
Toda la novela rezuma nostalgia
y amor por su tierra natal, la Selva Negra y el Lago Costanza aunque la acción
la sitúa en Stuttgart en donde vive Hans Schwartz, de 16 años, hijo de un médico
judío muy conocido y apreciado en la comunidad.
Lo que une a Hans con el
aristócrata Conde Konradin von Hohenfels es el carácter. Ambos son tímidos y
con gustos muy parecidos relacionados con la cultura, la numismática, los
viajes.
El hecho de que la familia de
Hans sea judía no influye en nada en los primeros tiempos de la relación,
cuando los acontecimientos políticos de Alemania aún no se habían decantado
claramente por el nacional socialismo.
Reflexiona Hans sobre el tema
de las razas:
“Ese era mi mundo, un mundo
que yo creía absolutamente seguro e indudablemente eterno. Claro está, no podía
remontar mi linaje a Barbarroja... ¿qué judío podía hacerlo? Pero sabía que los
Schwarz habían vivido por lo menos doscientos años en Stuttgart, quizá más.
¿Quién podría haberlo demostrado, si no había documentos? ¿Quién sabía de dónde
provenían? ¿De Kiev o de Vilna, de Toledo o de Valladolid? ¿En qué tumbas
perdidas entre Jerusalén y Roma, Bizancio y Colonia, se pudrían sus huesos?
¿Acaso existía la certeza de que no habían llegado allí antes que los
Hohenfels? Pero éstas eran cuestiones tan intendentes como la canción que David
le había cantado al rey Saúl. Entonces sólo sabía que ése era mi país, mi terruño,
sin principio ni fin, y que ser judío no tenía mayor importancia que nacer con
cabello oscuro y no rojo. En primer lugar éramos suabos, luego alemanes y
después judíos. ¿Qué otro sentimiento podía alimentar? ¿Qué otro sentimiento
podía alimentar mi padre? ¿O el abuelo de mi padre? No éramos pobres Pollacken perseguidos
en otro tiempo por el zar. Por supuesto, no podíamos ni queríamos negar que fuéramos
de «origen judío», así como a nadie se le habría ocurrido negar que mi tío
Henri, a quien no veíamos desde hacía diez años, era miembro de la familia.
Pero este «origen judío» significaba poco más que el hecho de que una vez al
año, en el Día del Perdón, mi madre habría de acudir a la sinagoga y mi padre
habría de abstenerse de fumar y viajar, no por ser practicante del judaísmo
sino porque no quería herir los sentimientos de los demás.”
Además el padre de Hans había
luchado en la Gran Guerra y había sido herido tres veces. La famosa Cruz de
Hierro de primera clase lucía como un talismán en la cabecera de su cama. ¿Quién
podía dudar de su nacionalismo?.
La novela es un canto a la
amistad auténtica, firme, sin connotaciones sexuales de ningún tipo pero, al
propio tiempo, refleja esta otra realidad: que lo inmutable e imperecedero no es
tal cuando las tormentas políticas condicionan el futuro y la vida de las
personas.
Los Schwartz no podían
entender que el nazismo había llegado para quedarse. Para ellos era una especie
de divieso que el sano cuerpo social alemán terminaría por expulsar.
Una anécdota lo ejemplifica:
“Un día apostaron a un nazi
frente al consultorio de mi padre, con la siguiente pancarta: «Cuidado,
alemanes. Eludid a los judíos. Todos quienes tienen contacto con un judío se
contaminan». Mi padre se puso su uniforme de oficial con todas sus
condecoraciones, incluida la Cruz de Hierro de Primera Clase, y se colocó junto
al nazi. Éste se sintió cada vez más turbado y gradualmente se fue congregando
una multitud. Al principio los espectadores permanecieron callados, mas a
medida que aumentaba su número surgieron murmullos que finalmente se
transformaron en burlas agresivas.
Pero su hostilidad estaba
dirigida contra el nazi, y fue éste quien al cabo de poco tiempo tomó sus bártulos
y partió. No volvió ni fue reemplazado.”
Finalmente toman medidas para
alejar a su hijo de aquella situación y lo mandan con un familiar a Estados
Unidos. Pero ellos se quedan para morir en su tierra.
Muchos años después Hans se “reencuentra”
con Konstantin. Pero de una forma especial. Extraña. Y ese final, que no
desvelaré, es lo mejor de la novela.
No se la pierdan
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