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domingo, 4 de mayo de 2014

Almas Grises. Phillipe Claudel. (59)

Almas Grises

Phillippe Claudel
Salamandra

Contraportada


Diciembre de 1917. En un pequeño pueblo del norte de Francia, el cuerpo sin vida de una hermosa niña aparece flotando en el canal. A la escena del crimen acuden, acompañados por el incesante tronar de los cañones y el acre olor a pólvora de un frente que se desgarra a escasos kilómetros, un policía, un juez instructor y un militar. En este mundo provinciano, el asesinato de Belle suscita innumerables sospechas, despierta viejos rencores y sacude un orden social que se tambalea. Todos los indicios apuntan al fiscal Destinat, un rico aristócrata ya jubilado, pero el juez designará como culpables a dos desertores apresados en las cercanías del lugar del crimen. Sin embargo, la crónica de los hechos, escrita por el policía veinte años después del suceso, invita al lector a descubrir una realidad inesperada. En su implacable relato, donde la emoción aparece retenida por el pudor del narrador, nadie es inocente, y los culpables, de una forma u otra, son también víctimas. El gris es el tono dominante, pero no el gris de la muerte, ni el del duro clima invernal, ni siquiera el de la cobardía, sino el gris en que se desenvuelve la condición humana: la ausencia de certezas absolutas, las sombras, los claroscuros, en suma, el peso rotundo de la duda.
Ganadora del prestigioso premio Renaudot y elegida Libro del Año por los libreros franceses y la revista Lire, esta novela posee una belleza sombría y seductora que emana tanto del clima misterioso que envuelve la historia como del profundo y descarnado retrato de los personajes que la componen.
Mis impresiones

En su momento me gustó mucho otra gran novela de Phillippe Claudel: "La nieta del señor Lihn" y cuando C, una amiga de toda la vida, me recomendó ésta, la puse en el apartado de "libros para leer cuanto antes".

No me he arrepentido. C tenía razón. Es un esplédido libro.

El protagonista escribe, a lo largo de veinte años, una especie de carta a su difunta esposa en la que relata lo ocurrido en un pueblo (de nombre R) situado en el norte de Francia. Este personaje no tiene nombre conocido pero, a mediados de la novela, llegamos a saber que era el policía del pueblo.
R está a unos 20 Kms de la ciudad V y ésta, a su vez, está cerca del frente de una guerra que parece interminable y que estalló en 1914.
Todo lo anterior es relevante porque los dramáticos acontecimientos que se relatan probablemente no hubieran tenido lugar sin la proximidad a esta conflagración.

Los citados acontecimientos se refieren al trágico final de cuatro mujeres: la esposa del policía, Clémence, la del Fiscal de V, Clélis de Vincey, la joven maestra del pueblo, Lysia Verhareine y la niña Belle de Jour.
Cuatro historias de amargo final que convirtieron a los que las sobrevivieron en tristes y solitarias “almas grises”.

Clémence muere desangrada en un parto desgraciado. Clélis de Vincey muere muy joven al poco tiempo de su matrimonio con el Fiscal Destinat que se convierte en un ser con el sobrenombre de “Tristeza”. Lysia Verhareine, la joven maestra que ha enamorado a todo el pueblo con tu sonrisa, muere ahorcada cuando conoce la suerte de su amado en el frente y, finalmente, la niñita Belle de Jour es la protagonista de lo que se conoce como “el Caso” al ser hallada asesinada junto al cauce de un canal.

Muchos años después de estos sucesos, el policía encuentra el diario de la maestra que contiene tres fotos: la de ella, la de la esposa del Fiscal y la de la niña asesinada. Al mirarlas, el protagonista de la novela reflexiona:

“La primera foto era sin duda la que había servido de modelo al pintor del gran retrato que colgaba en el vestíbulo del Palacio. En esa época, Clélis de Vincey tendría unos diecisiete años. Aparecía en mitad de un pastizal esmaltado de esas umbelíferas conocidas como «reinas de los prados». La muchacha reía. Llevaba un sencillo vestido campestre que realzaba su elegancia natural. Un sombrero de ala ancha le cubría la frente de densa sombra, pero los ojos, la sonrisa y el brillo del sol en la mano que sujetaba el borde del sombrero para evitar que se lo llevara el viento daban a su rostro una gracia resplandeciente. La auténtica reina del prado era ella.
La segunda fotografía había sido recortada, como indicaban los bordes rectos a derecha e izquierda. En aquel curioso formato, inusualmente estrecho, una jovencita risueña miraba directamente a la cámara. La tijera de Destinat había aislado a Belle de Jour en la fotografía que le había dado Bourrache. «Una auténtica Virgen María», me había dicho el padre. Y tenía razón. El rostro de la niña tenía algo de religioso, de belleza sin artificios, de belleza pura, de sencillo esplendor.
La tercera mostraba a Lysia Verhareine recostada en un árbol con las palmas de las manos contra el tronco, la barbilla ligeramente alzada y los labios entreabiertos, como si esperara el beso de quien la contemplaba y había tomado la foto. Era tal como la recordaba. Lo único que cambiaba era la expresión. A nosotros nunca nos había dedicado una sonrisa así, nunca. Era la sonrisa del deseo, de un amor a todas luces apasionado, y puedo asegurar que verla en aquella actitud resultaba realmente turbador, porque, de pronto, al contemplarla sin máscara, uno comprendía quién era en realidad aquella mujer y de qué era capaz por el hombre al que amaba.
No obstante, lo más extraño de todo aquello -y no fue el aguardiente que había bebido lo que me hizo verlo- era la sensación de estar contemplando tres imágenes de un mismo rostro, aunque capturado en distintas épocas y edades diversas.
Belle de Jour, Clélis y Lysia eran como tres encarnaciones de la misma alma, un alma que había dado a los cuerpos que había revestido una misma sonrisa, una dulzura y un fuego que no se parecían a ningún otro. La misma belleza, encarnada y vuelta a encarnar, nacida y destruida, surgida y desaparecida. Verlas así, una junto a otra, producía vértigo. La mirada pasaba de la primera a la segunda y de la segunda a la tercera, pero siempre encontraba lo mismo. En todo aquello había algo puro y diabólico a un tiempo, una mezcla de serenidad y horror. Ante tanta constancia, uno creería que lo hermoso permanece en el tiempo y que lo que fue volverá.”

Es una narración conmovedora y atroz en la que a la muerte no le basta su cosecha de las cercanas trincheras, sino que tiene que cebarse en estas pobres mujeres de un pueblo cercano a la batalla que dejan a las que las quieren en la gris soledad de una vida sin sentido.

Magnífica. No se la pierdan si pueden.

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